Y la fe se hizo silencio y ausencia…La palabra de Dios no calla. Su presencia está en los cuatro puntos cardinales. Las bancas vacías, sordas y mudas enmarcan la homilía que brota impregnada de retórica en voz del oficiante. Es la comunión de una iglesia de feligreses, en espíritu ante el amago del flagelo corpóreo que impone el contagio de la pandemia.
RECIBE LAS NOTICIAS DE EL SOL DE PARRAL ¡AHORA EN TELEGRAM! SUSCRÍBETE AQUÍ
Tras dos meses de restricciones impuestas a la sociedad y a los cultos religiosos, la fe omnipresente es ausencia y distancia. El catolicismo se autorestringió, primero al contacto personal, después a la presencia, era la avanzada del coronavirus en los ritos religiosos, el cierre de los templos a la celebración de la palabra fue la consumación.
Al fondo de la bóveda eclesiástica, seis hombres en el altar. Las bancas marcan distancia, depositarias naturales de la frialdad de la ausencia. Un halo irrumpe por los ventanales y sigiloso se posa y saca el brillo perdido al barniz café nogal. Es el único asistente a la celebración del Día de San Isidro Labrador, en la parroquia de la Medalla Milagrosa.
El párroco, apertura el rito religioso. En el salmo responsorial no se escucha la respuesta que al unísono aviva la celebración. Las palabras se pasean entre las bancas, retumban en el blanco de sus paredes y vibran en el transparente de los ventanales.
El sacramento de la eucaristía, es la comunión de los creyentes con el Dios vivo en el pan y el vino como símbolo del cuerpo y la sangre del Cristo.
Los enemigos históricos de la fe son terrenales. Algunos tan mundanos como ideológicos. En la guerra cristera mexicana, se clausuraron los templos en el nombre del laicismo de Plutarco Elías Calles. La afrenta de la desobediencia se cobraba con torturas corporales y la vida, ofrendas exigidas por los legionarios del sistema en nombre del estado.
Unos años antes –en 1918- la pandemia de la gripe española habría cobrado su cuota de muerte en nuestro país. El gobierno de la época cerró centros religiosos y escuelas…como ahora.
Hoy es diferente, pero igual es guerra. La iglesia cerró sus templos, posteriormente el decreto gubernamental oficializó y generalizó la medida como una sana defensa ante el embate del enemigo agrupado en un ejército tan diminuto como letal.
A diferencia de la guerra cristera, el coronavirus da tregua…un puñado de soldados del cristianismo; tres seminaristas, un diácono y un vicario comandados por un párroco ejercitan la Fe. A las seis en punto, todos los días y sin que anteceda repicar de campana alguna, inician el rito romano de la Santa Misa.
El olor a incienso invade el recinto y marca el inicio del culto inspirado en la última cena de Jesús, el nazareno, con sus doce apóstoles.
En la ceremonia se consagra el pan y el vino, elevando el cáliz, se pronuncian las palabras del sacramento para la transustanciación a sangre y cuerpo de Cristo.
Antes, en la homilía, el sacerdote saca lo mejor de sí. La interpretación del evangelio se convierte en el llamado a la conciencia de una feligresía ausente.
En la comunión, los apóstoles del siglo XXI, igual que los de hace casi dos mil años, comparten la fe a través del pan y el vino, no sin antes, de rodillas evocar la oración del agnus dei (cordero de dios).
El rito en tiempos de la pandemia tiene una variante. La bendición se da con la exposición del santísimo y que después es itinerante. El sacerdote toma la custodia en sus manos anteponiendo el paño de hombros que evita el contacto directo. Camina sosteniéndola en lo alto. El recorrido llega a los cuatro puntos cardinales, desprende bendiciones a su paso…Algunos vecinos a la distancia salen a recibirla, mitigando con ello su inasistencia dominical.
El santísimo se guarda en el sagrario. El templo vuelve a enmudecer, la biblia se mantiene abierta en un silencioso pregón que da testimonio de Dios en la tierra, al lado una cruz como estigma de ese peregrinar. En el fondo el cirio, con su luz incandescente legitima el paso del tiempo, se consume lento…como la vida misma.