Desde junio familias rarámuri asentadas en Parral por el desplazamiento forzado de la Sierra Tarahumara se trasladaron a la comunidad de Minas Nuevas, a 20 kilómetros de la mancha urbana, para emplearse como jornaleros, ahora se dedican a cuidar animales y cultivos de pequeños productores que les pagan con alojamiento y alimentos. Su situación de desempleo, hacinamiento y desnutrición en los asentamientos urbanos llevaron a 60 personas a ocuparse en esos ranchos donde trabajan hasta 14 horas al día, pero lo prefieren a la inseguridad y la infructuosa inserción en la ciudad.
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¿Está Villa Escobedo realmente reviviendo o simplemente sobreviviendo con la esperanza de quienes, en su desesperación, han llegado a sus puertas?
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Luis Sáenz, presidente seccional de Villa Escobedo observa con desconfianza este fenómeno. Para él este aumento en el número de estudiantes no es señal de revitalización. “Se han asentado 10 familias tarahumaras”, afirmó.
“No es un resurgimiento, son 50 personas que han llegado buscando refugio”. Con cada palabra la imagen de una comunidad que se esfuerza por seguir adelante se dibuja, revela una complejidad que pocos se atreven a explorar.
La realidad de los tarahumaras en Villa Escobedo se entrelaza con el paisaje rural. “Es común que las familias tengan sus marraneras”, dice Sáenz dejando entrever una cultura agrícola que forma parte de la identidad local.
Los propietarios de estas granjas permiten que los tarahumaras vivan en sus terrenos a cambio de trabajo. “Es un acuerdo. Ellos cuidan las granjas, se hacen cargo y a cambio tienen un lugar dónde vivir”, explica como si intentara descifrar un enigma social.
Los tarahumaras con su ingenio y resiliencia hallan una forma de vida que les permite evitar el peso de la renta y otros gastos. “Muchos prefieren salir de la ciudad. Aquí los propietarios cubren los servicios básicos como agua y electricidad. Es un alivio, una solución”, agrega el Presidente Seccional.
Detrás de esta aparente armonía se oculta una historia de abandono. Las administraciones que prometen apoyo a las comunidades rurales a menudo no cumplen. “Las promesas se desvanecen. Todos los que llegan dicen que ayudarán, pero al final se olvidan de nosotros”, reflexiona su voz resonando como un eco de frustración.
En las calles la comunidad sigue adelante marcada por la lucha y la esperanza. La llegada de nuevas familias, lejos de ser un signo de resurgimiento, es un recordatorio de la fragilidad de la situación. Villa Escobedo, el refugio de una nueva esperanza.
Es un rincón apartado donde el viento sopla libremente entre los cerros y las casas de adobe se mimetizan con el paisaje, ha comenzado a recibir a familias que buscan algo más que sobrevivir: buscan vivir con dignidad.
Carlos Cabriales, un hombre de mirada serena y manos curtidas por el trabajo, es uno de los que llegaron. Durante años vivió en Parral luchando por sacar adelante a su familia con el salario que recibía. Pero la renta era una batalla que no podía ganar. “Pagaba tres mil pesos al mes. No había forma de sostener a mi familia con lo que ganaba”, recuerda con un suspiro.
La decisión de mudarse a Villa Escobedo fue dolorosa, inevitable. Ahora, aunque sus días comienzan a las 6:00 de la mañana y terminan a las 11:00 de la noche, siente una paz que no conocía. “Trabajo mucho, sí, pero al menos puedo respirar. Ahora sí me alcanza para vivir”, dice mientras acaricia a uno de los cerdos que cuida con dedicación.
La historia de Yolanda Cruz Barraza resuena de manera similar. Hace apenas dos meses dejó atrás las luces de Parral para llegar a este refugio. La renta de 2 mil 500 pesos se tragaba casi todo lo que ella y su esposo lograban ganar. Hoy vive en una casa prestada a cambio de cuidar gallinas y gallos.
“Mi esposo sigue trabajando en la ciudad, pero yo tengo tiempo para todo. A las 9:00 de la mañana empiezo a alimentar los animales y puedo cuidar a mis hijos”, mientras corretean entre los corrales. A pesar de lo duro del trabajo en el campo, Yolanda sonríe consciente de que ha encontrado una vida más sencilla pero justa.
Rocío Bejarano viene de la sierra de Durango, ha encontrado un lugar donde la vida es más llevadera. “Antes vivíamos en la sierra, pero decidimos venir porque el dinero no nos alcanzaba. Mi esposo y yo estamos tranquilos. No hay grandes gastos”, afirma mientras barre el patio.
Felipa Beltrán es originaria de San Bernardo, Durango, se une a los relatos de quienes han dejado atrás el bullicio y los altos costos de la ciudad. En Parral Felipa no podía soportar los pagos de dos o tres mil pesos de renta mensuales. Hoy vive rodeada de gallinas y cerdos con un pequeño huerto que cuida y sus nietas a quienes lleva a la escuela.
“Aquí tengo paz. No gasto como en la ciudad y mis nietas tienen la oportunidad de estudiar sin que falte el pan en la mesa”, afirma.
Villa Escobedo no es un paraíso. Las jornadas son largas y el trabajo, pesado. Pero para quienes han llegado es una alternativa.
En este rincón apartado, donde los días pasan al ritmo de la naturaleza y el canto de los gallos marca el inicio de cada jornada, las personas como Carlos, Yolanda, Rocío y Felipa han encontrado algo más valioso que el dinero: la posibilidad de una vida digna, aunque sea a base de esfuerzo y sacrificio.
En Villa Escobedo el futuro se construye lentamente con las manos endurecidas de quienes no temen el trabajo, pero que ahora, al menos, sienten que sus esfuerzos son recompensados.
El resplandor de la educación y la oscuridad del desempleo
La matrícula escolar bajo la tutela de la maestra Ania Rivera Villalobos ha crecido notablemente en el último año. La entrevistada recuerda el momento en que recibió sólo cuatro alumnos. La fragilidad de ese inicio contrastaba con la vida que ahora observa.
“El año pasado comenzamos con cuatro alumnos y ahora tenemos 16, a veces hasta 18”. La llegada de familias tarahumaras ha impulsado este crecimiento. Ania es consciente de que muchos niños se van llevados por la necesidad de trabajar, un ciclo que perpetúa la precariedad en la que viven.
La escuela es la única institución en Parral catalogada como de “alta marginación”. Las casas de madera, frágiles y deterioradas lo revelan. El contraste se hace palpable cuando Ania menciona que, a pesar de los logros educativos, la comunidad enfrenta una lucha contra el desempleo.
Si tuviéramos otra carpintería u otros negocios, un lugar donde la gente pudiera trabajar, esto cambiaría por completo”, reflejando el anhelo de una comunidad que busca un futuro más prometedor.
La ausencia de servicios básicos también golpea
Aunque existe un sistema de agua depende de un vecino, lo que añade una capa más de vulnerabilidad. “A veces, si el vecino no se despierta de buen humor, tenemos que buscar otras opciones, lo bueno es que siempre nos comparte”, relata. La falta de drenaje en la escuela es otro desafío que complica la vida de los alumnos.
La esperanza y la desilusión
Las historias se entrelazan con un pasado que, aunque esplendoroso, ha sido devorado por la penuria y el olvido. La realidad es más sombría, tal como se refleja en las palabras de Alfredo Vázquez, un poblador que ha sido testigo del lento y doloroso desvanecimiento de su comunidad.
Sus palabras parecen cobrar vida al describir cómo su comunidad ha sobrevivido.
Al hablar de las antiguas minas que una vez dieron una bonanza con la actividad sus recuerdos se vuelven pesados, como si un velo de nostalgia cubriera su ser.
En su relato, el pueblo, conocido antes como Minas Nuevas, refleja una transformación dolorosa: “Aquí no hay empleos”, reitera subrayando una desesperanza que pesa sobre los hombros de quienes aún se aferran a la tierra que los vio nacer.
Describe cómo la mayoría de los nuevos habitantes son forasteros que han llegado en busca de un refugio que, aunque temporal, les permite escapar del constante acecho de los gastos que les ahogan en otras partes. Lo que parece ser un refugio se convierte en una trampa donde la falta de oportunidades perpetúa la dependencia y el estancamiento.
A medida que Alfredo comparte su visión queda claro que Villa Escobedo enfrenta una crisis de identidad, una encrucijada entre lo que fue y lo que podría ser. Los vecinos se ven atrapados en un ciclo de subsistencia, en la red de una vida que, aunque a veces parece revitalizarse, nunca llega a florecer. La pregunta que queda en el aire es si algún día la comunidad encontrará el camino hacia una verdadera revitalización o si se verán condenados a seguir siendo sombras de lo que alguna vez fueron.
Villa Escobedo: el eco de un pueblo olvidado
Este pueblo, se encuentra en un estado de abandono que resulta tanto inquietante como conmovedor. Las casas de adobe, desgastadas por el tiempo y el clima, han visto días mejores, aunque algunas aún conservan vestigios de su belleza arquitectónica original. Las ventanas quebradas y las paredes cuarteadas cuentan historias de un pasado vigoroso, ahora reducido a un susurro en el viento.
El recorrido por las angostas calles revela la soledad de un lugar que, en otros tiempos, fue un bullicio de actividad minera. Poco se ve en los caminos: algunas figuras que se deslizan como sombras llevando a pastar sus animales o regresando de un día de trabajo. En este paisaje desolador el sol cae a plomo y las ovejas, con su andar pausado, buscan refugio en la sombra.
Desde su fundación en 1607, Minas Nuevas experimentó altibajos que marcan la historia de un pueblo que floreció y se marchitó. La historia es un reflejo de la lucha entre la esperanza y la desilusión. En su primer auge, casi contemporáneo con el descubrimiento de las minas de Parral, el pueblo parecía estar destinado a la grandeza. A finales del siglo XVIII, revivió con la llegada de un alcalde mayor, aunque esta alegría fue efímera. El ciclo de prosperidad y caída se repetiría a lo largo de los años, como un monótono y desalentador vaivén.
Durante el porfiriato el auge minero nacional brindó a Minas Nuevas un nuevo respiro, pero el crujir de las minas fue ahogado por la crisis financiera de 1929. Las puertas se cerraron, y lo que fue un hogar para miles se transformó en un desierto silencioso.
En 1904, la población llegó a dos mil habitantes, un testimonio de la riqueza que una vez poseyó. El ciclo de la vida en Minas Nuevas es una danza con la muerte y el renacimiento.
El recuerdo de las minas de alta ley, que enviaban su carga de plata a la fundición de Torreón, se ha desvanecido. Las operaciones se cerraron tras la crisis de 1930, y la población, que una vez soñó en grande, se esfumó rápidamente. Un año después, el pueblo dejó de ser independiente, convirtiéndose en una sección municipal de Parral, una triste ironía para un lugar que había visto tanto esplendor.
Hoy en día, Minas Nuevas se aferra a su historia, tratando de recuperar el brillo de antaño. La iglesia consagrada a San Diego, en su estado de abandono, se yergue como un símbolo de la lucha del pueblo por no ser olvidado.
Sin puertas la iglesia presenta una imagen que invita a la reflexión: un lugar que una vez fue un centro de fe y comunidad, ahora es un espacio vacío, habitado por los ecos de aquellos que se fueron.
Minas Nuevas, con su soledad y su historia rica y complicada, es un microcosmos de la condición humana. Un lugar que ha vivido el ciclo de la vida en su forma más cruda: la esperanza y la desilusión, el florecimiento y la decadencia, el renacer de una comunidad que se niega a ser olvidada. En este rincón del mundo, el silencio cuenta historias que aún resuenan en el corazón de quienes alguna vez caminaron por sus caminos, en búsqueda de fortuna y un futuro mejor. Y así, en la penumbra de su soledad, Minas Nuevas espera, paciente, el regreso de su propia historia.
Así, el camino de Villa Escobedo continúa, desdibujando la línea entre el resurgimiento y la realidad. En cada aula, en cada rincón, hay una historia por contar; una narrativa que espera ser reconocida, no solo por su crecimiento numérico, sino por la profundidad de las vidas que habitan este rincón olvidado del mundo.