La mañana del Día de Muertos en Parral despierta cubierta de un manto azul. Los primeros rayos de luz apenas logran atravesar el cielo, cuando las puertas de los panteones se abren y la procesión de vivos que vienen a visitar a los muertos comienza.
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La Feria del Hueso, como la llaman, es una romería de quienes, con pasos cansados o firmes, avanzan hacia el recuerdo de sus seres queridos, como un río imparable de duelo y de vida que entrelaza tiempos pasados y presentes en un mismo acto de amor.
Familias enteras cruzan el umbral de los camposantos. Van cargando no solo flores y herramientas, sino también historias, anécdotas, un silencio roto solo por los murmullos y el chasquido de los azadones que limpian la tierra a lo largo de los panteones de la ciudad.
Vienen cargados con escobas, botes y coronas para embellecer los sepulcros, como si el cuidado de una tumba fuera la última caricia que se puede ofrecer. Allí están las madres, con los ojos húmedos y las manos firmes, los hijos que escuchan en silencio las historias de quienes ya no están, los abuelos que limpian los mármoles con manos temblorosas, mientras en sus rostros se asoma la sombra de los recuerdos.
En el aire flota el aroma penetrante del cempasúchil, esas flores naranjas como el sol en el atardecer, que, según dicen, guían a los difuntos de regreso al mundo de los vivos. “¡Lleve sus flores, lleve sus flores!” se escucha entre la multitud, un llamado constante, una súplica casi poética para quienes pasan, con las manos llenas de vida, a llevar un poco de color a las tumbas grises. La venta de flores es un negocio, sí, pero también una ceremonia, un ritual donde el color y el recuerdo se entrelazan en un solo propósito.
Ya dentro del panteón, los sonidos se multiplican en una sinfonía extraña y melancólica. El eco de las palas golpeando la tierra húmeda, las escobas que barren el polvo y el susurro de los rezos entrecortados llenan el aire con una serenidad que es casi tangible.
Aquí, cada movimiento es una ofrenda: el barrido cuidadoso, la poda de las plantas que rodean las lápidas, el gesto meticuloso con que se coloca una corona. Los músicos, vestidos con ropas que han visto más días de sol que de sombra, ofrecen canciones al compás de las historias de quienes les sobreviven.
Algunos visitantes se sientan junto a las tumbas, hablan en voz baja, casi como si esperaran respuestas de quienes descansan bajo el suelo. Otros ríen, recordando anécdotas de sus familiares, mientras la nostalgia se cuela en cada sonrisa. Hay quienes se entregan al llanto, dejando que las lágrimas broten sin contención, un llanto que se confunde con la brisa y el aroma de las flores. Y allí, en la mezcla de risas y lágrimas, de canciones y oraciones, el panteón se convierte en un espacio donde los límites entre la vida y la muerte se difuminan por un momento.
Fuera, en las calles, el bullicio es intenso. La Feria del Hueso atrae a miles de personas, una marea humana que recorre los puestos de los vendedores. Hay movimiento constante, un tráfico que serpentea, y el eco de las voces de quienes compran y venden crea un murmullo que se suma al caos de los vehículos.
Policías, bomberos y personal de Protección Civil recorren los pasillos, velando por la seguridad en medio de la multitud. Todo es parte de una danza organizada que busca proteger a quienes, entre la vida y la muerte, rinden homenaje a su pasado.
La Feria del Hueso cobra una atmósfera solemne. Conforme se va haciendo más tarde la marea de personas sigue fluyendo, más lenta, más tranquila, y los visitantes dejan el cementerio con el alma aliviada. En el aire queda el susurro de lo que fue, un suspiro cargado de añoranza y gratitud. Los muertos, quizás, descansarán más tranquilos esta noche, sabiendo que aún habitan en la memoria.