Entre las sombras y el bullicio del Mercado Hidalgo, la vida respira con el susurro de cada paso. El aire denso, impregnado de un aroma que es más que fragancia: es historia. Hierbas secas, de esas que prometen curar cualquier mal; el dulce olor de la fruta madura que llena cada rincón con su promesa de frescura; el queso que, como un eco de la tierra, se desliza entre las manos de quien lo ofrece con una sonrisa desgastada. El tiempo aquí no pasa, se agolpa, se entrelaza con los colores y las voces.
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Caminas y los ojos no saben a dónde mirar. A la izquierda, coronas brillantes que parecen brotar del suelo como flores en primavera, aunque su destino sea otro, un último adiós. A la derecha, piñatas, sus colores tan vivos que parecen bailar al compás de la música de fondo, esa música invisible que solo los viejos locatarios pueden escuchar, como un lamento lejano de tiempos mejores.
El eco de los pasos te lleva hacia un pequeño puesto. Ahí está Áaron Luján Muñoz, un hombre de mirada profunda, con la piel curtida por cuatro décadas de vida en este lugar. Él no necesita decirte cuánto ha cambiado el mercado, lo ves en sus ojos, en las arrugas que cuentan las historias que ya no se cuentan.
“Mi padre me enseñó a amar este lugar”, dice, mientras sus manos, expertas, preparan un jugo de naranja y zanahoria, el mismo que prepara desde niño, el mismo que sus hijas y nietos ya saben preparar.
Áaron habla con una mezcla de nostalgia y resignación. “Antes era diferente, la gente llegaba por inercia, porque el mercado estaba en su camino en frente del templo de San José”, comenta, y es como si hablara de un amor perdido, de un tiempo que se esfumó sin despedirse. Las ventas han bajado, y con ellas, una parte de su alma. Pero aún así, él sigue. Porque en el Mercado Hidalgo no solo se vende jugo, se vende resistencia.
Te detienes un instante, y el aroma del cuero curtido llena el aire. Cintos, calzado, bolsas, todo hecho a mano, cada costura un testimonio de la paciencia. El cuero no se doblega fácilmente, al igual que la gente que trabaja aquí.
Como Rosario Sandoval, que en su pequeño puesto de coronas y piñatas aún recuerda el antiguo mercado con los ojos empañados de añoranza. “Allá había más espacio, más vida entre los locatarios”, dice. “Más ventas, sí, pero sobre todo, más convivencia”. Su voz es un susurro, como si temiera que al decirlo en voz alta, los fantasmas del pasado se disolvieran para siempre.
Pero en medio de esa nostalgia, también hay un brillo de terquedad, un deseo de seguir. Rosario sigue decorando coronas, sigue vendiendo hibernas, esas hierbas milagrosas que parecen prometer más de lo que entregan.
Porque el Mercado Hidalgo no es solo un lugar de compras, es un reflejo del alma de quienes lo habitan. Los viejos tiempos no volverán, pero ellos, los locatarios, seguirán, paso a paso, vendiendo recuerdos y futuro con la misma devoción.
Y así, al salir del mercado, con el sabor de un jugo aún en los labios, te das cuenta de que no has visitado un mercado. Has caminado por las memorias de generaciones, por los sueños que se venden al peso y las esperanzas que se embotellan para llevar. Afuera, el sol brilla indiferente, pero dentro, el tiempo se sigue tejiendo con los colores, los olores y las voces que hacen del Mercado Hidalgo un templo de lo cotidiano.