Llegan danzando rarámuris de la Plaza Principal, a la Catedral de Nuestra Señora de Guadalupe. Bailan matachín y en su recorrido rememoran otros pasos, los de Juan Diego en su encuentro con la Virgen María hace 487 años. En la Plaza Principal arribaron decenas de rarámuris. La mañana era fría, pero el sol, ya se había colocado sobre las coloridas faldas y coronas de flores, que portaban los ahíames (bailarines); en dos hileras se formaban para danzar matachín. Desde las 10 de la mañana bailaron. Pasaron una, dos, tres horas y las danzas seguían; sólo hubo un receso donde desayunaron. En lo alto del quiosco el violín y la guitarra dictaban los ritmos a las maracas y éstas a los pies. Una nota bastaba para mover con júbilo los pies. Los únicos rebeldes, que no seguían los pasos del monarca con su corona de flores y los ritmos de los instrumentos, eran tres diablitos que corrían alrededor de los ahíames, con sus máscaras de cuernos. Más arriba del quiosco estaba Onorúame (el sol), que seguía atento la danza. En un compás no escrito, sino, entendido entre una tradición de siglos, los ráramuris daban una vuelta sobre sí mismos y también, entre giros, cambiaban de espacios. Círculos dentro de círculos, así era su danza de pies ligeros, que empezaba desde la rotación del mismo astro y acaba en el movimiento de sus piernas. Después del mediodía, sus danzas inundaron las calles de colores y movimientos. Su baile cruzó las avenidas del Centro, rodeó la plaza Guillermo Baca, hasta arribar a la catedral, donde las campanas imponían otros pasos hacia las puertas de la Iglesia. Su peregrinaje fue encabezado por el carro alegórico de la aparición de la Virgen a San Juan Diego, con dos niños, uno vestido con un sarape y una pequeña con un manto verde. Su paso, como el de aquel santo, iba hacia donde estaba la Virgen, o en este caso, a la Catedral, cuya construcción está dedicada a ella. Atrás de la peregrinación, también caminaron con guitarras y pandero, una fila de religiosas con otros fieles, quienes cantaban La Guadalupana.