/ lunes 28 de octubre de 2024

Por sequía, mutilan 700 hectáreas de nogales en la región de Jiménez

Esta temporada, se producirá 40% menos nuez que el año pasado; con la esperanza de que reverdezcan, productores cortaron los árboles

Árboles mutilados en una superficie de 700 hectáreas son el reflejo de la sequía en la región nogalera de Jiménez, una de las principales áreas del cultivo de nuez en el estado que en esta temporada producirá 40 por ciento menos que el año pasado. A productores como Eduardo Marín no les quedó más que cortarlos y dejar los troncos a la espera de que reverdezca con el sistema de goteo para riego y lo mismo ocurre en ejidos como San Felipe, San Luis y Zaragoza. Otros nogaleros trasplantaron sus árboles en el municipio vecino de Coronado, donde hay disponibilidad de agua. Para todos es complicado y buscan opciones con tal de mantener el cultivo del fruto seco que aporta el 60 por ciento de la producción nacional.

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Hay lugares donde la vida se aferra con desesperación a las grietas de una tierra reseca. San Felipe, ejido del municipio de Jiménez, se encuentra en la agonía de un paisaje que alguna vez floreció con vigor, pero que ahora se marchita bajo el peso implacable de la sequía. Los días transcurren en la incertidumbre y la pregunta que todos se hacen es simple y devastadora: o llueve, o San Felipe muere.

Desde lejos lo que antes fue un valle fértil de nogales parece un campo desolado. Árboles con troncos mutilados, sin ramas y vestigios de nueces secas que nunca llegaron a ser cosechadas, pintan un panorama apocalíptico. Los ejidatarios han optado por podar los nogales hasta casi su base con la esperanza desesperada de salvarlos de la muerte total. Pero el agua, ese bien tan esencial como escaso, no llega.

La sombra que cubre San Felipe se extiende sobre 152 hectáreas de nogaleras que no produjeron fruto este año. Y este pequeño infierno es sólo una parte del panorama sombrío que abarca las 700 hectáreas que atraviesan la misma calamidad en toda la región. Como si de una ironía cruel se tratara, el agua que alguna vez les permitió subsistir se ha retirado y con ella la esperanza de cientos de familias.

Foto: Marcos Merendón / El Sol de Parral

Los árboles que lloran sin agua

Eduardo Marín, ejidatario de San Felipe, se detiene ante sus árboles mutilados reflejo de su propia desesperación. A lo lejos, el horizonte es una mancha uniforme de tierra seca, rota sólo por los esqueletos de los nogales. “Ya van tres años sin agua suficiente”, dice Eduardo con voz apesadumbrada. “Hace 20 años vivimos algo parecido, pero nunca tan extremo como esto”.

Puedes leer: ¡De Camargo para el mundo! Se acerca el Festival del Chipotle; enaltecerá labor de los jornaleros

La sequía no tiene precedente en la memoria reciente de la comunidad. Lo que antes era un ciclo natural de adversidades se ha convertido en una crisis perpetua. Eduardo recuerda que, en tiempos mejores, el agua del “Ojo de Atotonilco” corría con generosidad permitiendo que los campos se irrigaran y que los nogales crecieran con el esplendor que alguna vez definió la región. Este año, el Ojo se secó y con él las posibilidades de supervivencia de los nogaleros de San Felipe.

Antes, las nueces nos ayudaban a pasar la Navidad”, comenta Eduardo, con la mirada fija en el suelo que ya no da vida. “Ahora no hay ni una sola nuez. Ni siquiera las más pequeñas se dieron”.

Foto: Marcos Merendón / El Sol de Parral

La tragedia del campo: un éxodo anunciado

La sequía no sólo ha matado los árboles, también ha secado las oportunidades. Eduardo recuerda con tristeza cómo hace décadas, cuando la última gran sequía azotó la región, no tuvo más opción que emigrar a Estados Unidos. Ahora con el agua ausente y las promesas vacías de los gobiernos, esa opción vuelve a parecer una salida inevitable. “Tendré que irme de nuevo si esto no cambia”, dice, casi en un susurro. “Pero ahora ni siquiera tengo la visa arreglada”.

La historia de Eduardo no es única. A su alrededor muchos otros ejidatarios enfrentan la misma realidad: sin agua no hay vida y sin vida no hay futuro. Algunos han optado por vender lo poco que les queda o por buscar trabajo en ranchos más grandes. “Es triste porque antes aquí había mucho ganado, había leche”, dice recordando un pasado que ahora parece un sueño lejano. “Ahora todo está acabado. Ni siquiera podemos mantener el ganado, no hay agua ni pasto”.

El panorama en San Felipe es tan sombrío que algunos productores han tomado medidas desesperadas. En el municipio vecino de López, el director de Ecología y Medio Ambiente, con mirada de preocupación, mencionó un fenómeno inusual: grandes productores están comprando tierras en el municipio de Coronado para desplantar sus nogales y llevarlos a tierras más fértiles intentando salvar sus cultivos. Es un éxodo agrícola, donde los árboles también deben emigrar si quieren sobrevivir.

Foto: Marcos Merendón / El Sol de Parral

Las promesas vacías del gobierno

En medio de esta desolación el gobierno ha prometido ayuda. Pero esas promesas, como el agua, no llegan. Eduardo explica cómo, cuando los políticos visitaron la región durante las campañas prometieron programas de apoyo para la sequía, perforación de pozos y recursos para riego. “Hicimos solicitudes, entregamos los papeles, pero hasta ahora sólo nos han dado puras mentiras”, afirma con resignación.

Lo más devastador es que San Felipe no está solo en esta lucha. Toda la región sufre las mismas consecuencias. Los ejidatarios de Villa López, otro municipio afectado por la sequía, se enfrentan a una situación similar. Aunque tienen concesiones para el agua de la presa Pico de Águila, el vital líquido no llega. “Todo está acaparado por los de arriba”, comenta Eduardo, aludiendo a los grandes productores que tienen el control del agua. Las pequeñas comunidades como San Felipe son las que pagan el precio más alto.

Foto: Marcos Merendón / El Sol de Parral

Una lucha por sobrevivir

A medida que los días se alargan bajo el sol implacable, la vida en San Felipe sigue su curso en una tensa espera. La comunidad, que alguna vez fue próspera gracias a sus nogales, ahora se encuentra al borde de la extinción. Los pocos árboles que quedan en pie son como un recordatorio cruel de lo que una vez fue.

Si no llueve pronto San Felipe no va a sobrevivir”, dice con una mezcla de impotencia y esperanza. La tierra está seca, los nogales mutilados y el futuro es incierto. Pero la comunidad, aunque agotada, sigue resistiendo.

Los productores que han intentado salvar lo que queda de sus campos continúan buscando soluciones. Algunos han comenzado a perforar pozos, aunque con poco éxito. “Sacamos un poquito de agua, pero no es suficiente para todos los nogales”, comenta Eduardo. Cada vez que excavan más profundo, el agua parece alejarse aún más, como si la propia tierra se resistiera a dar lo poco que le queda.

Foto: Marcos Merendón / El Sol de Parral

El último suspiro de San Felipe

La lucha de San Felipe es la lucha del campo mexicano ante una crisis que parece no tener fin. La sequía, un fenómeno natural exacerbado por el cambio climático y la falta de una gestión hídrica adecuada, está acabando con comunidades enteras. Y mientras los días pasan, la posibilidad de que las lluvias lleguen se hace cada vez más remota.

San Felipe está muriendo. Pero no es una muerte rápida ni silenciosa. Es una muerte lenta, marcada por el crujido de las ramas secas, el eco de los pozos vacíos y el sonido de la tierra agrietada bajo el sol inclemente. El destino de la comunidad está en manos de la naturaleza, y lo único que pueden hacer sus habitantes es esperar. Esperar que llueva, o que todo termine.

La tierra en los campos ha comenzado a mostrar las cicatrices de una lucha silenciosa, una batalla perdida contra la implacable sequía que consume vida a su paso. El suelo, que antes se vestía de colores vivos, ha sido despojado de su manto fértil. Grietas profundas surcan la superficie, como venas abiertas que claman por la humedad que nunca llega. Bajo el sol abrasador, la tierra se quema, y lo que una vez fue el sustento de cosechas y pastizales ahora parece un desierto en agonía.

Los árboles, antaño firmes guardianes de los paisajes, hoy son apenas sombras de su antiguo esplendor. Sus ramas, robustas y llenas de hojas que bailaban al ritmo del viento, ahora se extienden como brazos mutilados, secos, sin vida. Cada tronco es un testamento al tiempo, pero también al abandono que la falta de agua impone. Las hojas que todavía cuelgan de algunos de ellos han perdido su color, un verde que ha sido reemplazado por el marrón quebradizo de la muerte lenta.

El viento levanta polvo, un polvo que se adhiere a las casas, a los caminos, y a las pocas plantas que aún intentan resistir. En cada bocanada de aire se siente el sabor de una tierra agotada, y los ojos de los campesinos, curtidos por años de trabajo bajo el sol, reflejan la desesperanza. Aquí, en estas tierras que un día alimentaron a familias enteras, hoy el horizonte parece cerrado, un ciclo roto por la ausencia del agua que nutre y da vida.

Foto: Marcos Merendón / El Sol de Parral

Los campos ya no cantan con la abundancia de sus cosechas. Ahora guardan silencio, un silencio pesado, donde incluso el canto de los pájaros parece haberse apagado. Las huertas que alguna vez ofrecieron frutas y verduras frescas ahora son cementerios de árboles frutales, cuyas raíces buscan desesperadamente un manantial que ha dejado de fluir.

La falta de agua no es solo una crisis ambiental; es una sentencia silenciosa que amenaza con destruir no solo la tierra, sino también el tejido social de comunidades enteras. En San Felipe, la vida ha girado durante siglos en torno a los ciclos de la naturaleza, y hoy, ese equilibrio se tambalea bajo el peso de la sequía que avanza sin piedad. Las grietas en el suelo son un recordatorio constante de que no se puede seguir ignorando la urgencia del problema, mientras las políticas para mitigar el cambio climático y asegurar el acceso al agua permanecen rezagadas.

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Hoy más que nunca, la sequía debe ser un recordatorio de nuestra fragilidad, de cómo, sin el agua, que da y sostiene la vida, todo lo demás se desvanece. No se trata solo de salvar la tierra, sino de salvarnos a nosotros mismos. Porque si el agua no regresa a estos campos, lo que veremos en el futuro no serán tierras áridas sino comunidades desplazadas, tradiciones perdidas y una vida que se apaga lentamente.

En este rincón olvidado del estado, la vida se mide en gotas de agua, y cada una de ellas es un pequeño milagro.

Árboles mutilados en una superficie de 700 hectáreas son el reflejo de la sequía en la región nogalera de Jiménez, una de las principales áreas del cultivo de nuez en el estado que en esta temporada producirá 40 por ciento menos que el año pasado. A productores como Eduardo Marín no les quedó más que cortarlos y dejar los troncos a la espera de que reverdezca con el sistema de goteo para riego y lo mismo ocurre en ejidos como San Felipe, San Luis y Zaragoza. Otros nogaleros trasplantaron sus árboles en el municipio vecino de Coronado, donde hay disponibilidad de agua. Para todos es complicado y buscan opciones con tal de mantener el cultivo del fruto seco que aporta el 60 por ciento de la producción nacional.

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Hay lugares donde la vida se aferra con desesperación a las grietas de una tierra reseca. San Felipe, ejido del municipio de Jiménez, se encuentra en la agonía de un paisaje que alguna vez floreció con vigor, pero que ahora se marchita bajo el peso implacable de la sequía. Los días transcurren en la incertidumbre y la pregunta que todos se hacen es simple y devastadora: o llueve, o San Felipe muere.

Desde lejos lo que antes fue un valle fértil de nogales parece un campo desolado. Árboles con troncos mutilados, sin ramas y vestigios de nueces secas que nunca llegaron a ser cosechadas, pintan un panorama apocalíptico. Los ejidatarios han optado por podar los nogales hasta casi su base con la esperanza desesperada de salvarlos de la muerte total. Pero el agua, ese bien tan esencial como escaso, no llega.

La sombra que cubre San Felipe se extiende sobre 152 hectáreas de nogaleras que no produjeron fruto este año. Y este pequeño infierno es sólo una parte del panorama sombrío que abarca las 700 hectáreas que atraviesan la misma calamidad en toda la región. Como si de una ironía cruel se tratara, el agua que alguna vez les permitió subsistir se ha retirado y con ella la esperanza de cientos de familias.

Foto: Marcos Merendón / El Sol de Parral

Los árboles que lloran sin agua

Eduardo Marín, ejidatario de San Felipe, se detiene ante sus árboles mutilados reflejo de su propia desesperación. A lo lejos, el horizonte es una mancha uniforme de tierra seca, rota sólo por los esqueletos de los nogales. “Ya van tres años sin agua suficiente”, dice Eduardo con voz apesadumbrada. “Hace 20 años vivimos algo parecido, pero nunca tan extremo como esto”.

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La sequía no tiene precedente en la memoria reciente de la comunidad. Lo que antes era un ciclo natural de adversidades se ha convertido en una crisis perpetua. Eduardo recuerda que, en tiempos mejores, el agua del “Ojo de Atotonilco” corría con generosidad permitiendo que los campos se irrigaran y que los nogales crecieran con el esplendor que alguna vez definió la región. Este año, el Ojo se secó y con él las posibilidades de supervivencia de los nogaleros de San Felipe.

Antes, las nueces nos ayudaban a pasar la Navidad”, comenta Eduardo, con la mirada fija en el suelo que ya no da vida. “Ahora no hay ni una sola nuez. Ni siquiera las más pequeñas se dieron”.

Foto: Marcos Merendón / El Sol de Parral

La tragedia del campo: un éxodo anunciado

La sequía no sólo ha matado los árboles, también ha secado las oportunidades. Eduardo recuerda con tristeza cómo hace décadas, cuando la última gran sequía azotó la región, no tuvo más opción que emigrar a Estados Unidos. Ahora con el agua ausente y las promesas vacías de los gobiernos, esa opción vuelve a parecer una salida inevitable. “Tendré que irme de nuevo si esto no cambia”, dice, casi en un susurro. “Pero ahora ni siquiera tengo la visa arreglada”.

La historia de Eduardo no es única. A su alrededor muchos otros ejidatarios enfrentan la misma realidad: sin agua no hay vida y sin vida no hay futuro. Algunos han optado por vender lo poco que les queda o por buscar trabajo en ranchos más grandes. “Es triste porque antes aquí había mucho ganado, había leche”, dice recordando un pasado que ahora parece un sueño lejano. “Ahora todo está acabado. Ni siquiera podemos mantener el ganado, no hay agua ni pasto”.

El panorama en San Felipe es tan sombrío que algunos productores han tomado medidas desesperadas. En el municipio vecino de López, el director de Ecología y Medio Ambiente, con mirada de preocupación, mencionó un fenómeno inusual: grandes productores están comprando tierras en el municipio de Coronado para desplantar sus nogales y llevarlos a tierras más fértiles intentando salvar sus cultivos. Es un éxodo agrícola, donde los árboles también deben emigrar si quieren sobrevivir.

Foto: Marcos Merendón / El Sol de Parral

Las promesas vacías del gobierno

En medio de esta desolación el gobierno ha prometido ayuda. Pero esas promesas, como el agua, no llegan. Eduardo explica cómo, cuando los políticos visitaron la región durante las campañas prometieron programas de apoyo para la sequía, perforación de pozos y recursos para riego. “Hicimos solicitudes, entregamos los papeles, pero hasta ahora sólo nos han dado puras mentiras”, afirma con resignación.

Lo más devastador es que San Felipe no está solo en esta lucha. Toda la región sufre las mismas consecuencias. Los ejidatarios de Villa López, otro municipio afectado por la sequía, se enfrentan a una situación similar. Aunque tienen concesiones para el agua de la presa Pico de Águila, el vital líquido no llega. “Todo está acaparado por los de arriba”, comenta Eduardo, aludiendo a los grandes productores que tienen el control del agua. Las pequeñas comunidades como San Felipe son las que pagan el precio más alto.

Foto: Marcos Merendón / El Sol de Parral

Una lucha por sobrevivir

A medida que los días se alargan bajo el sol implacable, la vida en San Felipe sigue su curso en una tensa espera. La comunidad, que alguna vez fue próspera gracias a sus nogales, ahora se encuentra al borde de la extinción. Los pocos árboles que quedan en pie son como un recordatorio cruel de lo que una vez fue.

Si no llueve pronto San Felipe no va a sobrevivir”, dice con una mezcla de impotencia y esperanza. La tierra está seca, los nogales mutilados y el futuro es incierto. Pero la comunidad, aunque agotada, sigue resistiendo.

Los productores que han intentado salvar lo que queda de sus campos continúan buscando soluciones. Algunos han comenzado a perforar pozos, aunque con poco éxito. “Sacamos un poquito de agua, pero no es suficiente para todos los nogales”, comenta Eduardo. Cada vez que excavan más profundo, el agua parece alejarse aún más, como si la propia tierra se resistiera a dar lo poco que le queda.

Foto: Marcos Merendón / El Sol de Parral

El último suspiro de San Felipe

La lucha de San Felipe es la lucha del campo mexicano ante una crisis que parece no tener fin. La sequía, un fenómeno natural exacerbado por el cambio climático y la falta de una gestión hídrica adecuada, está acabando con comunidades enteras. Y mientras los días pasan, la posibilidad de que las lluvias lleguen se hace cada vez más remota.

San Felipe está muriendo. Pero no es una muerte rápida ni silenciosa. Es una muerte lenta, marcada por el crujido de las ramas secas, el eco de los pozos vacíos y el sonido de la tierra agrietada bajo el sol inclemente. El destino de la comunidad está en manos de la naturaleza, y lo único que pueden hacer sus habitantes es esperar. Esperar que llueva, o que todo termine.

La tierra en los campos ha comenzado a mostrar las cicatrices de una lucha silenciosa, una batalla perdida contra la implacable sequía que consume vida a su paso. El suelo, que antes se vestía de colores vivos, ha sido despojado de su manto fértil. Grietas profundas surcan la superficie, como venas abiertas que claman por la humedad que nunca llega. Bajo el sol abrasador, la tierra se quema, y lo que una vez fue el sustento de cosechas y pastizales ahora parece un desierto en agonía.

Los árboles, antaño firmes guardianes de los paisajes, hoy son apenas sombras de su antiguo esplendor. Sus ramas, robustas y llenas de hojas que bailaban al ritmo del viento, ahora se extienden como brazos mutilados, secos, sin vida. Cada tronco es un testamento al tiempo, pero también al abandono que la falta de agua impone. Las hojas que todavía cuelgan de algunos de ellos han perdido su color, un verde que ha sido reemplazado por el marrón quebradizo de la muerte lenta.

El viento levanta polvo, un polvo que se adhiere a las casas, a los caminos, y a las pocas plantas que aún intentan resistir. En cada bocanada de aire se siente el sabor de una tierra agotada, y los ojos de los campesinos, curtidos por años de trabajo bajo el sol, reflejan la desesperanza. Aquí, en estas tierras que un día alimentaron a familias enteras, hoy el horizonte parece cerrado, un ciclo roto por la ausencia del agua que nutre y da vida.

Foto: Marcos Merendón / El Sol de Parral

Los campos ya no cantan con la abundancia de sus cosechas. Ahora guardan silencio, un silencio pesado, donde incluso el canto de los pájaros parece haberse apagado. Las huertas que alguna vez ofrecieron frutas y verduras frescas ahora son cementerios de árboles frutales, cuyas raíces buscan desesperadamente un manantial que ha dejado de fluir.

La falta de agua no es solo una crisis ambiental; es una sentencia silenciosa que amenaza con destruir no solo la tierra, sino también el tejido social de comunidades enteras. En San Felipe, la vida ha girado durante siglos en torno a los ciclos de la naturaleza, y hoy, ese equilibrio se tambalea bajo el peso de la sequía que avanza sin piedad. Las grietas en el suelo son un recordatorio constante de que no se puede seguir ignorando la urgencia del problema, mientras las políticas para mitigar el cambio climático y asegurar el acceso al agua permanecen rezagadas.

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Hoy más que nunca, la sequía debe ser un recordatorio de nuestra fragilidad, de cómo, sin el agua, que da y sostiene la vida, todo lo demás se desvanece. No se trata solo de salvar la tierra, sino de salvarnos a nosotros mismos. Porque si el agua no regresa a estos campos, lo que veremos en el futuro no serán tierras áridas sino comunidades desplazadas, tradiciones perdidas y una vida que se apaga lentamente.

En este rincón olvidado del estado, la vida se mide en gotas de agua, y cada una de ellas es un pequeño milagro.

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