Decenas de miradas convergían en el mismo punto; la enorme pila de escombros de lo que un día fue un edificio en la calle Medellín y San Luis Potosí de la colonia Roma, en el Distrito Federal. Puños en alto. El silencio era insoportable. Caras cubiertas de polvo, botas crujiendo al paso de los restos de ladrillos y vidrios. Al fondo un girón de tela rosa, parte de un vestido o una blusa, qué más da. Puños en alto pidiendo silencio. Los ojos siguen fijos, imantados a la mole de piedra y fierros retorcidos. Luego se mueven cascos de colores, se esparcen, lo mismo verdes, amarillos, blancos o naranjas; Todos en busca de vida, de un sobreviviente, ¡era la tarde de ese aciago 19 de septiembre del 2017!
Para cualquier defeño, su actividad se inaugura antes de que el sol despierte. Se agolpa en torno al transporte público. ¡Siempre corriendo para llegar a tiempo! A la vera del camino, vendedoras de desayunos siempre oportunas en cualquier estación del metro o de microbuses. Los estudiantes son parte de esa estampa urbana, presurosos para no perder la primera clase del día. ¡Nada ha cambiado! es copia fiel de 1985. ¡Es el día 19 del noveno mes! aún está grabada en la memoria de los mexicanos. ¡Tragedias gemelas a tres décadas de distancia!
La del 2017 fue poco después de mediodía. Escuelas, comercios, industrias y oficinas gubernamentales se preparan para el simulacro. ¡Honra al peligro y una ofrenda de respeto a la naturaleza!, Entonces… Suenan las alarmas y poco a poco los edificios se van vaciando; todos caminan en orden bajo la estricta enseñanza de “No corro, no grito, no empujo”.
Para los citadinos convivir con temblores es casi…¡normal! Para los provincianos, esas prácticas atraen la curiosidad. Observan escépticos los protocolos que son para esos momentos el preludio de una tragedia llamada sismo.
Gabriela Lugo, había terminado su turno en el hospital, tras el periplo que la lleva a su casa en la colonia Narvarte, hace más de dieciséis horas había salido de allí. No regresa igual. El cansancio la agobia, tanto como las consultas en el Hospital de Psiquiatría donde labora.
De dormir la separaba sólo una llamada. Ese día era el cumpleaños de su padre, a casi mil trescientos kilómetros, en su natal Parral, Chihuahua. Del otro lado del teléfono, Don Gonzalo no se sorprende, pero le alegra la llamada; son las 13:10 y la vía al descanso está franca y de buen talante.
Las cosas buenas no duran mucho. Eran las 13:14:40 horas de ese martes y los adornos patrios se convirtieron en una silenciosa alarma sísmica. Se movían sigilosos, algo estaba ocurriendo. La tierra se cimbró y junto con ella millones de habitantes de la Ciudad de México. El caos se generalizó y desquició en minutos la convulsionada cotidianidad del centro del país.
Doce días antes -el siete de septiembre- un terremoto de magnitud 8.1, sacudió las costas del sur de la república, se sintió hasta la capital, pero no pasó nada.
“Era de noche, sonó la alarma sísmica. Mis compañeros del departamento me dijeron que es lo que debía “esperar”. Los vecinos salieron en pijama, pasó el temblor. Fue todo. Las afectaciones fueron en Oaxaca…”, recuerda sin la menor alteración en el tono de su voz, la médico que llevaba año y medio residiendo en una de las ciudades más pobladas del mundo.
Pero el tono resuena distinto al referirse al 19 de septiembre. ¡Ese fue diferente! -Los movimientos eran intensos; primero oscilatorios (de un lado a otro), pero luego comenzaron a hacerse trepidatorios (verticales). No podía caminar. Al salir de la habitación rumbo a la salida del departamento, se cayeron varias cosas de las paredes y las que estaban sobre repisas, los muebles se movían, ¡fue el minuto más eterno de mi vida…!
En las calles, los vecinos presurosos tomaban lo indispensable. El llanto de un niño se fundió con el ulular de las sirenas de patrullas y ambulancias. Un hombre se sentó en la banqueta, lo ayudó sólo su bastón, desde allí miraba desconcertado las grietas que se formaron a sus pies, en el suelo.
Olía a gas prófugo de algún ducto, escapaba casi tan presuroso como el andar de cientos de padres de familia que buscaban llegar a la escuela de sus hijos. En esa zona, como en otras muchas, también hubo derrumbes. El testimonio noticioso dio cuenta de muchos de ellos. Se extinguió Internet, electricidad y telefonía; la que sí llegó fue la angustia de millones al hacer intentos fallidos de comunicación.
La doctora Lugo recuerda que decidió trasladarse a dos cuadras de su vivienda; donde residía un colega. Sin proponérselo fue el punto de reunión, varios galenos llegaron hasta allí inspirados por el “instinto de conservación”. De Puebla, Ciudad Juárez, Tlaxcala y Torreón, daba igual, todos especulaban cuando trataban de dimensionar la situación real del seísmo. Ninguno tenía idea.
“No teníamos forma de saber qué había pasado. No teníamos celular, tampoco era posible ver videos o recibir noticias. Era nula la comunicación con nuestras familias. Pero no éramos los únicos, historias había tantas como habitantes. A un abogado que trabajaba en la zona de Polanco le tocó vivir el temblor en el piso 14, nos dijo que sólo veía cómo se derrumbaban edificios y recordaba explosiones y humo”.
Luego se restableció Internet, gracias a que una de las compañías telefónicas siguió prestando el servicio. Lo primero fue enviar mensajes a la familia. ¡Estamos a salvo!; después fue posible entrar a las redes sociales. Ya estaban ahí videos, fotografías, noticias y pedidos de ayuda. Eran los estragos iniciales del terremoto.
En Facebook, las publicaciones daban a conocer que uno de los sectores más afectados fue la colonia Roma. El grupo conformado en su mayoría por médicos, actuaron por instinto profesional y a pie, ante la falta de transporte público se dirigieron a ayudar.
“No había organización, pero había mucha gente en las plazas reuniendo víveres; gente con bicicleta tratando de llevar provisiones. Brigadas constituidas sobre la marcha tomaban forma. En otro frente había maniobras de rescate. Intentaban sacar personas de los edificios que habían sucumbido. Y ahí implementaron lo que casi es un lenguaje universal en caso de desastre; si estabas en una Zona Cero (de derrumbe) y veías que levantaban el puño, no debías hacer ruido, con el silencio buscaban las señales de vida aprisionadas entre los escombros”.
Al día siguiente, nadie había podido dormir. El cansancio vencía a algunos. El miedo de las réplicas espantó el sueño o hizo que regresara inquieto y breve.
Los amigos médicos para entonces ya estaban en la calle Medellín. Ahí un edificio colapsó. “íbamos como un ejército de batas blancas. Con lo que había, organizabas lo más cercano a un lugar donde pudieras brindar ayuda. Gente y derrumbe eran los principales obstáculos, impedían el arribo de ambulancias y camillas”.
Entre más tiempo pasaba, las probabilidades de encontrar a alguien con vida se reducían.
“En los puntos donde nos tocó estar vimos que rescataban los cuerpos inertes de tres o cuatro personas. No los conocía, pero esperaba que salieran vivos de ahí”.
Conforme avanzaba la jornada, se formaron y multiplicaron grupos de WhatsApp. Médicos especialistas se rotaban al menos cada ocho horas. Los que tenían que volver a prestar sus servicios en sus hospitales, así lo hicieron y luego al terminar seguían en las brigadas.
“Fue una situación de impotencia. En algún momento alguien pedía dosis de adrenalina en el grupo. ¡Era el requerimiento para un paciente en paro cardiorespiratorio!; desde el otro punto geográfico, era imposible llevarlo. ¡Desafortunadamente era una condena a muerte!”
Ya para el viernes 22 de septiembre la ayuda fluía a buen ritmo. La gente de a pie se había convertido en brigadista, rescatista o voluntario. La idea era apoyar a quien lo necesitara.
El dueño de una ferretería abrió su negocio y regaló el material para apoyar las labores de rescate, otra persona comenzó a preparar comida para quienes ayudaban. Decenas de historias que se contagiaban una a otra, tejiendo con sensibilidad el irrompible manto de la solidaridad.
El sábado 23, la doctora Lugo se unió a una brigada de quince personas que se dirigía a Morelos; en el camino fluía la ayuda con el mismo destino, un viraje marco la ruta a Alpanocan, Puebla, pero siempre preservada con la misma intención. El viaje se extendió por más de seis horas. Al llegar, se encontraron con una comunidad devastada por los derrumbes.
“Una señora nos dejó montar las tiendas de campaña en lo que fuera su patio. Ahí estuvimos una noche. Ayudamos a retirar los escombros. Por fortuna había muchas manos. La atención médica no era prioritaria, había otras necesidades, ¡no te podías hacer a un lado! Dejamos lo que habíamos juntado y regresamos a la Ciudad de México”.
Ya de vuelta a la realidad, cada día que pasa implica ir perdiendo el miedo a cerrar los ojos en la noche. A escuchar la alarma sísmica, a que los muros colapsen. ¡Hubo gente que duró meses durmiendo en los sillones cerca de la puerta en caso de que la tierra volviera a estremecerse!, registra en su mente el recuerdo que ha dos años de distancia hace palabra y la deja fluir con dejos de titubeos, es el recuerdo indeleble de la doctora Gabriela Lugo, una sobreviviente del día en que la tierra retembló al recordar la tragedia del ‘85.
Es distinta la experiencia de cada quien en el terremoto. Por un lado los que se quedaron sin casa, los que perdieron a familiares o los que tuvieron que ser auxiliados por otras razones. Para otros, fue tener el espíritu de servicio, de ayudar a los que lo requerían
A dos años del 19S, los capitalinos, la gente del centro del país y los que son de otros estados -pero que estuvieron ahí-, aprendieron que hay un solo camino: la ayuda al prójimo y que por mucho que se concentren en un mismo sitio, no lograrán cambiar un solo centímetro la expresión tectónica de la tierra, ¡de esta bendita tierra!, que por aleccionadora permite la oportunidad de estar aquí, tranquilos, contando una historia que antes de ser escrita debió impregnarse con adrenalina y luto.