/ domingo 18 de diciembre de 2022

Lionel Messi se volvió el líder que Argentina esperaba: el artífice de la Copa del Mundo

Lionel Messi es el motor de la albiceleste, no solamente en lo futbolístico, también en lo mental

Por años, a Lionel Messi se le pidió un poquito de maldad, un grito que despertara al compañero, una arenga que le hiciera saber a los suyos que el destino no sólo estaba en su zurda prodigiosa, sino también en ellos. Los aficionados, sin embargo, sólo podían ver esa versión de su ídolo en las pláticas con los amigos, al calor de los mates, más como un deseo que como una realidad.

Atrapada en los días de gloria, casi condenada a que todo tiempo pasado fue mejor, Argentina no buscaba al mejor Messi, sino al nuevo Maradona. La sombra del Pelusa, o bien podría decirse el brillo, como si el esplendor de su figura fuera capaz de opacar todo a su alrededor, acompañó siempre a Lionel, a la par del Diego en todo lo que tiene que ver con la pelota, que hasta se atrevió a imitar su gol más inimitable, pero incapaz de acercarse siquiera en cuestiones de carácter.

Pasaron decenas de partidos, algunos Mundiales, unas cuantas Copas América, y los grandes goles y las asistencias inverosímiles a veces iban acompañadas de reclamos provocados por la incomprensión que generaba el verlo con la cabeza baja, como ausente, sin poder echarse el equipo al hombro, incapaz de hacer valer un gafete que exigía sangre y que le fue impuesto acaso sin merecerlo. “Pecho frío”, decían los hinchas, como si el corazón de Messi se hubiera perdido en la mismísima Patagonia, en la crueldad del invierno.

Lionel Messi tardó años para encontrar su versión de caudillo. Perdió finales, se le vio llorar, como si el futbol lo lastimara, y hasta renunció a la selección, convencido de que la vida le había dado tanto como para cumplir la mayoría de sus sueños, pero no el de ganar algo con su país.

A diferencia de Maradona, o de tantos otros futbolistas, Lionel Messi fue un líder tardío, fue el tiempo el que lo convirtió. El Messi de la actualidad es como ese libro escrito por un autor en la plenitud de su madurez, donde cada palabra, o en este caso cada movimiento o cada pase, resultan insuperables.

Conscientes de que Lionel Messi no saldrá frente a las cámaras promulgando un sonoro “hijos de puta” mientras su himno nacional es silenciado a chiflidos, o quizá sí, nunca se sabe, el aficionado argentino se conforma con otras cosas. ¿Qué mirás, bobo?, soltó Lionel, a su estilo, sosteniendo la mirada a un holandés que lo veía a la distancia, tras un partido caldeado de unos cuartos de final de una Copa del Mundo que lo consagró como ese capitán tan deseado.

De perfil bajo la mayor parte de su carrera, a Messi es capaz de medirlo a través de sus festejos. El argentino ha anotado casi 800 veces, el mismo número de ocasiones que ha levantado las dos manos apuntando al cielo en honor a su abuela Celia. Algunas veces, cuando el partido lo amerita, sale corriendo al córner, apretando con el puño el escudo que defiende. Otras tantas, aunque pocas, en realidad, adopta una actitud desafiante, y posa ante la grada, o ante el técnico rival, mostrando su playera o mostrándose él, con el puño en alto, o con las manos detrás de las orejas para vengar batallas ajenas, como esa de Riquelme con Van Gaal.

Y es que al Messi de la actualidad le alcanza para eso. Disfruta el protagonismo, que hasta canta sin reparo cuando la grada invoca su nombre y el de Diego, como si las comparaciones hubieran terminado desde ese momento en el que levantó la Copa América, en Brasil, y la historia ya fue suya, y no de uno solo. Messi ya no es Maradona, es Messi y Maradona.

Dicen los que lo conocen que Messi siempre ha sido el mismo, aunque en una versión anónima, el Messi que arenga, y junta a sus discípulos en el vestuario antes de los partidos y da discursos preciosos, el que sale del vestuario por delante de todos, y saluda sonriente a los niños que lo esperan en el túnel y salta al campo con la mirada de quien lo tiene todo controlado. Messi es el líder de la Selección Argentina, no solo por los goles ni por las asistencias ni por la confianza que da el tenerlo, como si el destino estuviera de su lado, que ya es mucho.

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Por años, a Lionel Messi se le pidió un poquito de maldad, un grito que despertara al compañero, una arenga que le hiciera saber a los suyos que el destino no sólo estaba en su zurda prodigiosa, sino también en ellos. Los aficionados, sin embargo, sólo podían ver esa versión de su ídolo en las pláticas con los amigos, al calor de los mates, más como un deseo que como una realidad.

Atrapada en los días de gloria, casi condenada a que todo tiempo pasado fue mejor, Argentina no buscaba al mejor Messi, sino al nuevo Maradona. La sombra del Pelusa, o bien podría decirse el brillo, como si el esplendor de su figura fuera capaz de opacar todo a su alrededor, acompañó siempre a Lionel, a la par del Diego en todo lo que tiene que ver con la pelota, que hasta se atrevió a imitar su gol más inimitable, pero incapaz de acercarse siquiera en cuestiones de carácter.

Pasaron decenas de partidos, algunos Mundiales, unas cuantas Copas América, y los grandes goles y las asistencias inverosímiles a veces iban acompañadas de reclamos provocados por la incomprensión que generaba el verlo con la cabeza baja, como ausente, sin poder echarse el equipo al hombro, incapaz de hacer valer un gafete que exigía sangre y que le fue impuesto acaso sin merecerlo. “Pecho frío”, decían los hinchas, como si el corazón de Messi se hubiera perdido en la mismísima Patagonia, en la crueldad del invierno.

Lionel Messi tardó años para encontrar su versión de caudillo. Perdió finales, se le vio llorar, como si el futbol lo lastimara, y hasta renunció a la selección, convencido de que la vida le había dado tanto como para cumplir la mayoría de sus sueños, pero no el de ganar algo con su país.

A diferencia de Maradona, o de tantos otros futbolistas, Lionel Messi fue un líder tardío, fue el tiempo el que lo convirtió. El Messi de la actualidad es como ese libro escrito por un autor en la plenitud de su madurez, donde cada palabra, o en este caso cada movimiento o cada pase, resultan insuperables.

Conscientes de que Lionel Messi no saldrá frente a las cámaras promulgando un sonoro “hijos de puta” mientras su himno nacional es silenciado a chiflidos, o quizá sí, nunca se sabe, el aficionado argentino se conforma con otras cosas. ¿Qué mirás, bobo?, soltó Lionel, a su estilo, sosteniendo la mirada a un holandés que lo veía a la distancia, tras un partido caldeado de unos cuartos de final de una Copa del Mundo que lo consagró como ese capitán tan deseado.

De perfil bajo la mayor parte de su carrera, a Messi es capaz de medirlo a través de sus festejos. El argentino ha anotado casi 800 veces, el mismo número de ocasiones que ha levantado las dos manos apuntando al cielo en honor a su abuela Celia. Algunas veces, cuando el partido lo amerita, sale corriendo al córner, apretando con el puño el escudo que defiende. Otras tantas, aunque pocas, en realidad, adopta una actitud desafiante, y posa ante la grada, o ante el técnico rival, mostrando su playera o mostrándose él, con el puño en alto, o con las manos detrás de las orejas para vengar batallas ajenas, como esa de Riquelme con Van Gaal.

Y es que al Messi de la actualidad le alcanza para eso. Disfruta el protagonismo, que hasta canta sin reparo cuando la grada invoca su nombre y el de Diego, como si las comparaciones hubieran terminado desde ese momento en el que levantó la Copa América, en Brasil, y la historia ya fue suya, y no de uno solo. Messi ya no es Maradona, es Messi y Maradona.

Dicen los que lo conocen que Messi siempre ha sido el mismo, aunque en una versión anónima, el Messi que arenga, y junta a sus discípulos en el vestuario antes de los partidos y da discursos preciosos, el que sale del vestuario por delante de todos, y saluda sonriente a los niños que lo esperan en el túnel y salta al campo con la mirada de quien lo tiene todo controlado. Messi es el líder de la Selección Argentina, no solo por los goles ni por las asistencias ni por la confianza que da el tenerlo, como si el destino estuviera de su lado, que ya es mucho.

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