/ domingo 27 de febrero de 2022

El relato de los vampiros de Satevó

La creencia en estas criaturas ha dado origen a diferentes rituales para alejarles, principalmente de los jóvenes

Por generaciones, en Satevó se ha hablado sobre seres nocturnos que atacan a la gente para alimentarse de su sangre bebiendo directamente de sus cuellos, acusando principalmente a las brujas, no obstante, en la actualidad es de conocimiento general que las criaturas que suelen alimentarse de esta manera son los vampiros.

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Este tipo de relatos de seres chupasangre son comunes en la comunidad, y aunque carecen del toque romántico que normalmente envuelve a las historias de vampiros, y se acuñan principalmente a brujas, son sin lugar a duda ya una tradición.

La creencia en la existencia de estas criaturas ha dado origen a diferentes rituales para alejarles, principalmente de los jóvenes, siendo el más popular el uso de una ristra de ajos en el cuello. Asimismo, hay quienes afirman que de hecho es mejor pelar los dientes de la hortaliza y untarla directamente sobre la piel para alejar a estos entes de las tinieblas.

Pasaban ya de las ocho de la noche y Antonio seguía internado en el valle buscando las reses de su padre luego de que estas salieran desde temprana hora a pastar y no volvieran en todo el día, como normalmente ocurría. Sobre el cielo se cernían oscuras nubes que auguraban la llegada de una tormenta y esto hacía que la espesura de la noche se hiciera aún más densa y la ausencia de luna dificultara ya de por sí las labores de rastreo.

Al igual que todos en su familia, Antonio era un hombre que respetaba y hacía valer las tradiciones, es por ello que al verse solo en la oscuridad, mientras sujetaba firmemente las riendas de su caballo, comenzó recordar las historias que su madre le narraba de niño y cómo solía atarle al cuello un collar de ajos cada vez que se adentraban al campo.

La luz de su linterna había pasado ya un largo rato encendida y las baterías no habían sido cambiadas en días, por lo que el as de luz que emitía era apenas perceptible. Diminutos insectos voladores eran atraídos al tímido brillo y revoloteaban alrededor suyo como buscando con este pretexto cualquier tipo de compañía.

Polillas y chapulines movían sus alas y agitaban el aire en su entorno desprendiendo casi imperceptibles zumbidos. De pronto, de entre los minúsculos revoloteos, Antonio distinguió el sonido de lo que parecía un animal volador significativamente más grande que los otros.

Su primer pensamiento giró en torno a algún solitario murciélago atraído por la comitiva de bichos a su alrededor. Sin embargo, poco duró en su mente dicha sospecha, pues en cuestión de segundos, aquél aleteo le rozó la oreja y pudo sentir que la criatura en cuestión era lo suficientemente grande como para compararse con un aguililla.

Dirigió entonces con temor el as de luz de su linterna en dirección hacia donde había escuchado que voló aquel bicho, descubriendo al instante un par de ojos centellantes, cuyo brillo se asemejaba a un par de carbones encendidos que le observaban desde lo alto de un huizache. El ente era similar a un murciélago, pero sus dimensiones eran por mucho superiores.

Recordando de nuevo sus travesías nocturnas al lado de su madre, descendió del caballo y tomó entre sus manos el lazo, acto seguido comenzó a atar en este un nudo por cada una de las “doce verdades del mundo”, a la vez que los recitaba en voz alta. Como dicta la tradición, habiéndolos citado al derecho, volvió a hacerlo, pero en orden inverso, con la esperanza de que este viejo ritual diera resultado y le protegiese de alguna manera de aquél misterioso ser que le observaba a la distancia.

Subió de nuevo al caballo y emprendió la huida, por fortuna para él, a pocos metros de donde había tenido el avistamiento, se encontró con su hermano menor, a quien narró todo lo ocurrido. Luego de rezar, encendieron una fogata y se acostaron a un lado del fuego para pasar la noche.

Sin que ninguno de los dos se diera cuenta, un pesado sopor los dominó y no fue hasta la mañana siguiente que despertaron cuando se dieron cuenta de lo ocurrido.

Ambos hermanos se miraron con sorpresa mutuamente al notar como sus cuellos estaban moreteados y en medio de las negruzcas manchas, tenían un par de pequeñas heridas semicoaguladas. Se dice que ese mismo día cayeron enfermos y pasó casi una semana antes de que se recuperaran y pudieran narrar lo ocurrido durante esa noche, cuando fueron atacados por uno de los muchos vampiros que acechan los valles de Satevó.

Facebook: Crónicas de Terror en Chihuahua

Con información de Adrián Berrios

Por generaciones, en Satevó se ha hablado sobre seres nocturnos que atacan a la gente para alimentarse de su sangre bebiendo directamente de sus cuellos, acusando principalmente a las brujas, no obstante, en la actualidad es de conocimiento general que las criaturas que suelen alimentarse de esta manera son los vampiros.

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Este tipo de relatos de seres chupasangre son comunes en la comunidad, y aunque carecen del toque romántico que normalmente envuelve a las historias de vampiros, y se acuñan principalmente a brujas, son sin lugar a duda ya una tradición.

La creencia en la existencia de estas criaturas ha dado origen a diferentes rituales para alejarles, principalmente de los jóvenes, siendo el más popular el uso de una ristra de ajos en el cuello. Asimismo, hay quienes afirman que de hecho es mejor pelar los dientes de la hortaliza y untarla directamente sobre la piel para alejar a estos entes de las tinieblas.

Pasaban ya de las ocho de la noche y Antonio seguía internado en el valle buscando las reses de su padre luego de que estas salieran desde temprana hora a pastar y no volvieran en todo el día, como normalmente ocurría. Sobre el cielo se cernían oscuras nubes que auguraban la llegada de una tormenta y esto hacía que la espesura de la noche se hiciera aún más densa y la ausencia de luna dificultara ya de por sí las labores de rastreo.

Al igual que todos en su familia, Antonio era un hombre que respetaba y hacía valer las tradiciones, es por ello que al verse solo en la oscuridad, mientras sujetaba firmemente las riendas de su caballo, comenzó recordar las historias que su madre le narraba de niño y cómo solía atarle al cuello un collar de ajos cada vez que se adentraban al campo.

La luz de su linterna había pasado ya un largo rato encendida y las baterías no habían sido cambiadas en días, por lo que el as de luz que emitía era apenas perceptible. Diminutos insectos voladores eran atraídos al tímido brillo y revoloteaban alrededor suyo como buscando con este pretexto cualquier tipo de compañía.

Polillas y chapulines movían sus alas y agitaban el aire en su entorno desprendiendo casi imperceptibles zumbidos. De pronto, de entre los minúsculos revoloteos, Antonio distinguió el sonido de lo que parecía un animal volador significativamente más grande que los otros.

Su primer pensamiento giró en torno a algún solitario murciélago atraído por la comitiva de bichos a su alrededor. Sin embargo, poco duró en su mente dicha sospecha, pues en cuestión de segundos, aquél aleteo le rozó la oreja y pudo sentir que la criatura en cuestión era lo suficientemente grande como para compararse con un aguililla.

Dirigió entonces con temor el as de luz de su linterna en dirección hacia donde había escuchado que voló aquel bicho, descubriendo al instante un par de ojos centellantes, cuyo brillo se asemejaba a un par de carbones encendidos que le observaban desde lo alto de un huizache. El ente era similar a un murciélago, pero sus dimensiones eran por mucho superiores.

Recordando de nuevo sus travesías nocturnas al lado de su madre, descendió del caballo y tomó entre sus manos el lazo, acto seguido comenzó a atar en este un nudo por cada una de las “doce verdades del mundo”, a la vez que los recitaba en voz alta. Como dicta la tradición, habiéndolos citado al derecho, volvió a hacerlo, pero en orden inverso, con la esperanza de que este viejo ritual diera resultado y le protegiese de alguna manera de aquél misterioso ser que le observaba a la distancia.

Subió de nuevo al caballo y emprendió la huida, por fortuna para él, a pocos metros de donde había tenido el avistamiento, se encontró con su hermano menor, a quien narró todo lo ocurrido. Luego de rezar, encendieron una fogata y se acostaron a un lado del fuego para pasar la noche.

Sin que ninguno de los dos se diera cuenta, un pesado sopor los dominó y no fue hasta la mañana siguiente que despertaron cuando se dieron cuenta de lo ocurrido.

Ambos hermanos se miraron con sorpresa mutuamente al notar como sus cuellos estaban moreteados y en medio de las negruzcas manchas, tenían un par de pequeñas heridas semicoaguladas. Se dice que ese mismo día cayeron enfermos y pasó casi una semana antes de que se recuperaran y pudieran narrar lo ocurrido durante esa noche, cuando fueron atacados por uno de los muchos vampiros que acechan los valles de Satevó.

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Con información de Adrián Berrios

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