por Ramón Lerma Alvídrez
“¡Apuuure ya, La Forza Italia llegaaa! “ - Gritaba con acento Eloísa. El mandil teñido de gotitas de acuarelas fue arrojado por el aire simulando confeti de la fiesta que vendría. Salieron apresuradas de aquella casona del barrio Alfareña hasta donde se escuchaban cánticos de la casa Montemayor, en Villa Blanquita precisamente. Al pasar por el Santuario les llegó la bendición del párroco don Agustín, al igual, los saludos de los vecinos por las angostas calles de ese viejo mineral. Atravesaron plazas, piropos, y puentes, deteniéndose un momento en el puente “Calicanto” para admirar el paisaje de los cerros circundantes y las torres de sus templos, respirando aire puro y un lejano perfume italiano.
La mina anunciaba las doce del mediodía que, las hizo persignarse de nuevo, era una fecha tan esperada. Enfilaron por la calle Del Rayo donde les aguardaba Gloriecita. Tomadas de las manos, emocionadas, giraron por la calle del Ojito y la del Pueblo, atravesando un campo de béisbol donde encontraron olvidada una cachucha con la firma de su dueño inscrita en la parte interna -” P. Hernández ”- Se coronó con ella a la princesa Amalia, despertando un trío de carcajadas para salir corriendo sorteando el riachuelo traicionero “Alamillo”. Al llegar a la subida por un lado del Motel Y-Inn- “guayín” callaron sus risas al ver tanta gente haciendo valla a los autos de carreras de la panamericana alineados para partir en la próxima hora. El doctor Villicaña, enfundado en un traje color habano, y texana gris, verificaba a cada uno de los pilotos donde sobresalía uno de ellos, especialmente, por el brillo de sus canas:
Piero Taruffi “El Zorro Plateado”. Al avistarlas, giró la llave del maletero de su bello Alfa Romeo. El aroma de las rosas frescas llegaron al corazón de Amalia quién en efusivo abrazo hicieron volar pétalos color carmín por el viento, sí, ese viento llegado desde la península itálica. ¿Dónde se conocieron? ...Fue en una misma situación de carreras (esa vez de motocicletas, 11 años antes) la princesa entregaba al campeón un mismo ramo de rosas en el podio de la pista, él, una mascota.
Amalia había estado antes en Florencia estudiando artes plásticas, ¡Piero, Piero! – Amalia lo besaba;- El piloto la adoraba.
Fueron interrumpidos por ladridos de aquél cachorro convertido en “Zorro” como su legítimo amo Piero, quien lo acariciaba con afecto y con recuerdos.
La banda municipal de don Gregorio interpretó a petición una Tarantela napolitana que, hizo bailar a los espectadores en aquella curva de cinta asfáltica llena de autos deportivos, de arrogantes conductores extranjeros, de bellezas, y fantasmas del panteón adjunto, envuelto en espera de esa gente. “El destino une nuestras almas, no le importa el tiempo, y a la vez, trágicamente las separa”. - Cantaban esas notas musicales-.
El arranque de los bólidos arrancó también el corazón de Amalia, ahogada en olas de un mar confundido a sus verdes ojos. Piero la veía cada vez más lejos en el infinito del retrovisor con ruido estruendoso del motor y la voz de su coequipero Bonetto desprendiéndose su pipa diciendo: “Zorro, las mujeres del Parral son más peligrosas que las carabinas de Sicilia”. Sus encuentros fueron cada año en realidad durante un lustro exacto. Los demás años de su triste vida, fueron de ansias y de espera a orillas de la carretera 45 en aquél laberinto de curvas del “Caracol”. Amalia como Penélope de Serrat lo esperó en la irrealidad hasta su último atardecer...