Elegí una silla donde el vientecillo del ducto del aparato enfriador me refrescara. Pedí un café de olla, mientras preparaban la avena. La luz del ventanal ilumina el espacio. Observé a los escasos peatones que pasaron frente a mi.
Pusieron mi pedido frente a mí. Un tazón de avena en hojuela bastante espesa, un pan tostado con mantequilla cortada en diagonal servidos en un plato color marrón y ocre. Procedí a sumergir la cuchara en esa papilla grumosa con un leve sabor a canela.
Procuré satisfacer mi antojo del tazón de avena para el desayuno. Acudí a una cafetería con la ilusión infantil de quien desenvuelven los regalos de navidad. En el establecimiento hornean pan artesanal. El olor a pan recién hecho deambulaba como una presencia etérea en el lugar.
Elegí una silla donde el vientecillo del ducto del aparato enfriador me refrescara. Pedí un café de olla, mientras preparaban la avena. La luz del ventanal ilumina el espacio. Observé a los escasos peatones que pasaron frente a mi. Yo en espera de mi tazón de avena. Más que comer, ansiaba un regreso al pasado y al remanso de paz que pueden significar los desayunos en casa.
Pusieron mi pedido frente a mí. Un tazón de avena en hojuela bastante espesa, un pan tostado con mantequilla cortada en diagonal servidos en un plato color marrón y ocre. Procedí a sumergir la cuchara en esa papilla grumosa con un leve sabor a canela. Bebí mi café y devoré el pan sin dejar una migaja.
El ambiente del lugar no era del todo acogedor para desear permanecer por más tiempo. No volvería a comer avena en el lugar. Pero seguiré buscando un tazón de avena que contenga la esencia de mi infancia. La viscosidad perfecta de mis recuerdos y los aromas que evoquen el tiempo de una infancia que se esfumó. Mi estómago se sació con el pan. Encontré en el café el delirio de la edad adulta. La cafeína activó la sensación de continuar mi ruta, terminar los pendientes una vez que ya salí de casa: ir al banco, hacer unos pagos, surtir la despensa y cargar gasolina.
Salí del lugar corroborando que la gran enemiga de la felicidad es la expectativa. Abordé mi carro con la firme seguridad que en algún lugar habrá un tazón de avena como el que mi mamá me servía antaño.
Intenté no estancarme en la inconformidad con la avena, sus hojuelas grandes y un poco duras, pero bellamente servidas en un tazón y coronadas con dos frambuesas para alegrar cromáticamente la presentación.
Continuaré buscando la saciedad de la infancia, la ilusión por el futuro y la alegría del vivir. Presiento que debo de abandonar mi búsqueda de una avena preparada, y debo de ir a comprar los ingredientes y prepararla yo misma. Sin duda tendré que hacer muchos intentos. Lo asumo. Quizás le pregunte a mi hermana si recuerda cual era el procedimiento, temo que ella me hable de su receta y entonces lidiaré con dos variantes. No buscaré recetarios en internet. Mejor iniciaré un recuento de memorias: mi mamá de pie junto a la estufa solicitándome ingredientes. La mano de mi madre con una cuchara moviendo la leche hirviendo, iré hilvanando cada recuerdo y al final de un sueño, me levantaré con el brío necesario para hacer mi tazón de avena.
Mientras tanto serviré una taza de té de hierbabuena mientras escribo en mi computadora. En algunos años quizá sea memorable mi taza color gris rebosante de una infusión aromática hirviendo, que me proporcionaba la sensación de compañía en los calurosos veranos de la memorable pandemia del siglo XXI.