En los últimos meses, la discusión sobre la reforma judicial en México ha encendido un debate profundo en todos los rincones del país. En una nación donde el acceso a la justicia ha sido históricamente desigual, las reformas propuestas por el gobierno actual han sido presentadas como una solución para fortalecer el Estado de Derecho. Sin embargo, surge una pregunta esencial: ¿Esta reforma busca mejorar el sistema judicial o simplemente ejercer el poder de manera centralizada?
Para comprender la magnitud de esta reforma, es importante recordar que la justicia en México ha sido un pilar débil en nuestro sistema democrático. La corrupción, la impunidad y los largos procesos judiciales han erosionado la confianza pública en las instituciones judiciales. Se estima que solo un pequeño porcentaje de los delitos llegan a juicio y se resuelven de manera favorable para las víctimas. Ante este panorama, cualquier intento de reforma que prometa fortalecer las instituciones parece bienvenido, pero debemos analizarlo con cautela.
El gobierno de Andrés Manuel López Obrador defiende la reforma judicial bajo el argumento de combatir la corrupción en el poder judicial y agilizar los procesos legales. Entre los puntos clave se encuentran la creación de nuevas instancias que permitan combatir los delitos de cuello blanco, la simplificación de los procesos judiciales y la reforma a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en la que se propone, entre otras cosas, modificar la forma en que los ministros son seleccionados.
Sin embargo, el punto más controvertido es el aumento del control del Ejecutivo sobre el poder judicial. Críticos de la reforma señalan que, aunque es urgente mejorar el sistema, las propuestas actuales podrían derivar en una subordinación del Poder Judicial a los intereses del gobierno en turno y el que está por iniciar. Esto plantea una amenaza a la independencia de los jueces y a la separación de poderes, uno de los principios básicos de la democracia.
La historia de México está plagada de ejemplos donde la concentración de poder ha traído consigo la erosión de los contrapesos institucionales. La reforma judicial, tal como está planteada, podría abrir la puerta para que el Ejecutivo tenga una mayor injerencia en la designación de jueces y ministros, comprometiendo su independencia. El riesgo es que el poder judicial se convierta en una herramienta política más, en lugar de ser un guardián imparcial de la ley.
Es aquí donde surge la pregunta crítica: ¿Está el gobierno realmente interesado en mejorar el sistema judicial para el beneficio de los ciudadanos, o está utilizando la reforma como un mecanismo para consolidar su influencia en todos los ámbitos del poder?
Una reforma judicial efectiva debe enfocarse en garantizar el acceso a la justicia para todos los mexicanos, no en facilitar el control de las instituciones por parte del Ejecutivo. Esto implica crear mecanismos transparentes para la selección de jueces, fortalecer las capacidades investigativas de los ministerios públicos y garantizar la independencia de los tribunales. De lo contrario, corremos el riesgo de perpetuar los mismos problemas que supuestamente queremos solucionar: corrupción, impunidad y un sistema judicial al servicio de unos pocos.
México necesita una reforma judicial, pero debe ser una reforma que fortalezca la justicia y la democracia, no que debilite los contrapesos institucionales. Los ciudadanos debemos exigir una reforma que ponga por delante los derechos de la gente y que promueva un poder judicial independiente y transparente. Solo así podremos construir un país más justo, donde la ley sea el verdadero árbitro de nuestras diferencias y no una herramienta de poder político.