Son los pasillos de ese hospital por donde la vida corre salpicada de muy diversos matices, el tiempo es una ventana por la que no siempre se aprecian noticias agradables. La edad no es una condición, una ventaja o un privilegio; las enfermedades lo mismo afectan a adultos mayores, a jóvenes fuertes o tiernos infantes, la edad es solo un estado del cuerpo y tal vez del espíritu, que igual se ve afectado lo mismo por un diminuto bicho o por cualquier otra circunstancia, que ponga a prueba al más fuerte que se precie de estar completamente sano.
Son esos rostros de hombres y mujeres que deambulan con un dejo de preocupación, sus pasos son lentos, como si por un momento se desplazaran por encima de una nube de algodón, su mirada profunda expresa el sentir de su cuerpo, una mirada que se pierde en la inmensidad de la esperanza y en la incertidumbre de un presente que solo ofrece eso. Las dudas son un cincel que desmorona las emociones y los pensamientos, que desgaja las fortalezas no solo de la persona, sino de toda la familia. El día transcurre lento, el dolor se apodera del paciente, sí, de ese paciente que camina con un bonche de papeles en sus manos de ventanilla en ventanilla, de consultorio en consultorio, esperando que por fin alguien se compadezca de él y le brinde la atención o al menos la información que aquiete un poco las llamaradas de preocupación que consumen su interior.
Rostros serios, enojados, tiernos y por qué no hasta tranquilos y resignados, la enfermedad tiene muchas manifestaciones, pero también hay muy diversas formas de enfrentarla, las lágrimas en ocasiones brotan como una fuente que no tiene control, invaden las mejillas y ruedan hasta el piso, convirtiéndose en una válvula de escape que ofrece un descanso temporal. Encontrar o coincidir con alguien que se dé el tiempo de escuchar sin cuestionar, en ocasiones se convierte en una de las mejores medicinas, que no tiene un valor económico, pero si un alto valor emocional. Una mano firme que te sostenga o un hombro en donde apoyarte por un momento, son fuentes de energía que recargan el alma y el espíritu. La soledad de una habitación, de un patio, del campo o de una montaña ayuda a poner en claro las ideas, a platicar consigo mismo y hasta con ese Dios en el que se tiene puesta la fe.
Rostros, personas que llevan en su cuerpo, en su mente y en su corazón, un dolor, un padecimiento, una enfermedad que los marca, que los condiciona y que los obliga a buscar esa ayuda que no siempre está al alcance o que no siempre está disponible. Rostros callados, desencajados, tristes, el devenir es constante, todos los días, en su interior cargan ese manojo de emociones encontradas, esa luz que por momentos parece apagarse dejando al descubierto esa oscuridad que se visualiza interminable. Rostros que no siempre expresan lo que sienten o lo que llevan dentro, al contrario, se forjan una máscara que oculta su realidad, se resisten a compartir consigo mismos y con su familia el padecimiento que los aqueja.
Y aquí seguimos viendo pasar ese desfile casi interminable de rostros, de personas afectadas por una enfermedad, por un dolor, por un sufrimiento, el cuerpo es una máquina perfecta, pero no está exenta de en algún momento, más pronto que tarde, presentar alguna afectación, y entonces invariablemente tenemos la necesidad de subirnos a ese carrusel para buscar subsanar eso que duele, que molesta, que afecta. La enfermedad no sabe de edad, de posición social, de sexo, de tiempo o lugar, simplemente llega, el problema está en cómo expulsarla para que deje de hacernos daño. Los rostros de las personas con frecuencia expresan con certeza una realidad, sin embargo, hay ocasiones que solo son una máscara, si en tus manos está ayudar a una persona enferma, no lo pienses y hazlo, quizás mañana tu rostro exprese la necesidad de recibir ayuda también.