La ciudad de Chihuahua desde su origen fue trazada de manera irregular, con sus calles y avenidas chuecas, y sorteando los límites de un número importante de arroyos, entre éstos están: Cantera, Chamizal, Galera I y II, Saucito, Mimbre, Nogales, San Jorge, San Rafael, Plaza de Toros, La Manteca, El Rejón, Robinson, Picacho, Santa Clara, Magallanes, La Noria, El Álamo, Los Arcos, Saucito, cuyos cauces, por naturaleza, en tiempo de lluvia, desembocan en dos de los ríos más emblemáticos que la atraviesan, y me refiero al Chuvíscar y Sacramento; estas dos fuentes de agua, el primero, comienza en “Sierra Azul”, en el poblado del “Vallecillo” al suroeste de la ciudad, y el segundo, en la sierra de Majalca al noroeste de la capital, uniéndose en un lugar llamado “Junta de los ríos”, al este donde bordea la sierra de “Nombre de Dios”. Bajo este antecedente, no es por demás decir que el avance de la mancha urbana, sin ninguna planeación seria y formal, nos ha hecho vulnerables ante cualquier fenómeno meteorológico, como lo fue el “Sábado Negro” del 22 de septiembre de 1990.
\u0009La naturaleza no olvida, a pesar de que el ser humano con su soberbia y afán de acaparar más de lo que es correcto y junto a la “peste” de la corrupción, que se extiende como cáncer, haciendo presa de cualquier desarrollador que busca enriquecerse, utilizando materiales baratos y desafiando a la naturaleza, construyendo en zonas donde no debe, en contubernio con la autoridad en turno; ese mal llamado “moche” que, sin duda alguna, origina tragedia y muerte cuando la naturaleza se impone. Otro de los casos, son los líderes “vivales” de colonias que, invaden terrenos y aprovechándose de la pobreza y necesidad de la gente, los hipotecan política y materialmente a sus intereses, dotándoles áreas encima de los arroyos, faldas de los cerros y en otros lugares que representan peligro en tiempo de lluvias, bueno, a esos líderes que no les importa el sufrimiento de la gente.
Existen en nuestra memoria, eventos cuyas meras reminiscencias, nos impulsan a prolongar lo sucedido; a recrearlo, como si fuera una película, o trasladáramos al pasado en una nave especial, para volver a experimentar y vivir esas emociones que alguna vez experimentamos. Estos recuerdos, constituyen impresiones indelebles, las cuales, la memoria se aferra con el propósito de mantenerlos vivos o, por el contrario, de olvidarlos. Sin duda, el desastre del sábado 22 de septiembre de 1990, representó para muchos habitantes de la ciudad de Chihuahua, un evento significativo y terrible. El sentimiento de extrañamiento que experimentamos, es un reconocimiento implícito de distintas carencias, las cuales, se manifiestan a través de lamentos, y anhelos comunes, por aquella Chihuahua que durante mucho tiempo fue tranquila y provinciana, caracterizada por ritmos de vida moderada. Esta realidad, subraya la convicción de que, el orden y el sentido que una vez definieron a nuestra entidad, se ha extraviado, debido al contacto con la modernidad. Sin duda, el 22 de septiembre, la ciudad tomó conciencia de su excesiva confianza, tanto en la industrialización y su modernización, las cuales, había desviado su trayectoria.
Este proceso de transformación, no solo implicó la pérdida de su fisonomía tradicional, sino también, la sustracción de su memoria y una porción de su pasado. En calidad de testigos y conscientes del deterioro y la destrucción del entorno urbano, en un instante nos sentimos perdidos en el laberinto que nosotros mismos hemos edificado. Lo que inicialmente entendimos como fuerza, resultó ser vulnerabilidad; sin duda, los cambios, han sido vertiginosos y, en estos, la ciudad ha sido desfigurada en su totalidad, gracias al lastre de la corrupción; sin duda, la sentimos como un lugar ajeno que, ya no es el mismo, y lo que es más preocupante, tal vez nunca volvamos a disfrutarla como cuando éramos niños o jóvenes. Es difícil identificarnos con su sello distintivo, y la reciente ola de violencia, la inseguridad cotidiana, la contaminación por basura y emisiones al aire, el hacinamiento y la falta de consideración y respeto a la naturaleza, han puesto de manifiesto, la desorganización prevaleciente en todos los sectores, donde aún aquellos que construyen “formalmente”, están desgarrando y deformando los paisajes naturales que antiguamente los chihuahuenses admirábamos y que, en un futuro, de seguro se experimentarán malos augurios por la cerrazón y el aprovechamiento del hombre en contra de la naturaleza.
En el contexto de la imperiosa necesidad de crecer, se actúa bajo la premisa de que la ciudad permite todo, con una actitud soberbia, menospreciamos tanto el conocimiento del entorno, como la herencia de nuestro pasado, y los consejos sabios de las generaciones mayores, nuestros padres y abuelos. De este modo, se considera que mirar hacia atrás, es un ejercicio superfluo e improductivo. La inercia modernista, propugna la idea de que la historia puede ser ignorada, lo cual, representa un riesgo considerable. Es imperativo reconocer que esta, con todo y sus aprendizajes, derivados de los errores y conflictos del pasado, constituyen la fuerza que puede servir como apoyo para navegar de manera segura en nuestra contemporaneidad. Si hubiésemos mantenido viva la memoria, la historia del 22 de septiembre de 1990, habría sido diferente. Desafortunadamente, no fue así. En esa fecha, la memoria se convirtió en nuestra adversaria; construimos nuestra ciudad con el propósito de encontrar refugio, y un entorno confortable, pero la edificación de este vasto y masivo medio artificial, llevó, ineludiblemente, la destrucción, tanto de la naturaleza como de la propia ciudad. La tragedia del 22 de septiembre, significó la revelación de un aspecto crucial de la memoria que creíamos haber perdido, pero que las aguas, al arrastrar consigo la vida, volvieron a poner de manifiesto. Asimismo, esa fecha confirmó la dura realidad de nuestra existencia urbana, que todos pretendemos no observar. Solíamos pensar que el pasado estaba sumido en el letargo, únicamente porque no escuchábamos su voz.
Esta tragedia la viví personalmente, fue terrible esa noche; la experimenté, no de oídas o de chismes, sino en el terreno de los hechos, cuando el “diluvio” azotaba con fuerza la ciudad de Chihuahua; la desgracia estaba latente, no se dejó esperar, al contabilizar posteriormente más de 60 muertos, y millones de pesos en pérdidas materiales. Sin duda, las desgracias naturales siempre nos han dejado profundas cicatrices y está fue, el desastre del “Sábado negro”, alterando mi vida, y la de miles de personas, haciéndonos vulnerables, e insignificantes, ante las turbulentas fuerzas que desencadenaron la catástrofe en Chihuahua, dejándonos en completo desamparo; “huérfanos”, al no saber que estaba sucediendo, pues las corrientes estaban embravecidas, únicamente lo que nos sostenía, era la fe y oración en Dios, la que, daba una luz de esperanza que todo volviera a la calma.
En ese 22 de septiembre de 1990, la ciudad experimentó una sensación colectiva de terror, resultado de la tragedia, fomentando la solidaridad entre los ciudadanos como nunca se había visto, pues unidos, luchábamos contra una naturaleza que reclamaba lo suyo. La memoria colectiva de los chihuahuenses, creo conexiones significativas entre los espacios y los eventos; una ciudad que, intentaba resistir las imposiciones de la naturaleza con un alto costo. En ese mismo momento, el locutor de radio, el periodista Marco Antonio Guevara, hacía una transmisión especial, donde recibiría decenas de llamadas por parte de su público, por lo que, estuvieran siendo canalizadas a las corporaciones policíacas. Casas derrumbadas, vehículos arrastrados por la corriente, personas desaparecidas, en pocas palabras, todo eso era un caos. Mucha gente trataba de comunicarse con la central de patrullas, siendo inútil, pues todas las líneas estaban saturadas. El agua saltaba por encima del puente del Chuvíscar, y ya en el parque Infantil, antes de llegar a la avenida Cuauhtémoc, fue imposible caminar, pues el agua tenía fácilmente un metro y medio de altura…Algunos carros se encontraban en el agua sin poderse mover. Poco a poco nos condujimos por la avenida Revolución, hoy Teófilo Borunda, y al llegar a la esquina del boulevard Díaz Ordaz, vi una camioneta negra con una persona muerta, ahogada en el interior; llamé por teléfono al personal de rescate, para que, recogieran el cadáver. Después, continue por la Teófilo Borunda, y al llegar a la central camionera, hoy Museo Semilla, vi el cuerpo de un hombre que yacía en la entrada del estacionamiento de los autobuses; al bajarme del vehículo, y con el agua hasta el empeine, caminé hacia el cadáver, el cual, se encontraba cerca de un arbotante de luz mercurial, lo que, estuve a punto de tocar para apoyarme; cuando en eso, escuché un grito del vigilante de la caseta de la central de autobuses: “!Cuidado el poste está electrizado con alto voltaje!”… De inmediato, me retiré y fui donde la persona acababa de morir electrocutada, su cuerpo desprendía un ligero vapor, se hacía perceptible por el ambiente fresco y húmedo…Esta crónica continuará.
Fuentes de Investigación:
Tomo 1: Los Archivos Perdidos de las Crónicas Urbanas de Chihuahua (2012) Ed. Aldea Global.
Experiencia personal.
El Heraldo de Chihuahua, 1990.